Recuerdo de Roma

Roma, que desde finales de la Edad Media fue la meta de peregrinaciones y viajes de formación para los artistas en la época humanística, se convirtió a mediados del XVII en el momento culminante del Gran Tour para los numerosísimos artistas extranjeros que visitaban Italia. La evolución de la representación de la ciudad a través de los siglos queda plasmada por estas presencias y por el variado mercado que alimentaron. La pintura paisajista, influida en el siglo XVII por el estilo de Carracci y de Dominichino, Nicolas Poussin y Claude Lorrain, desarrolló a través de la producción de artistas nórdicos como Jan Franz Van Bloemen, llamado el “Horizonte”, un nuevo sentimiento hacia la naturaleza, con evocaciones de un mundo no contaminado, poblado de figuras mitológicas e históricas, entre ruinas clásicas y edificios fantasiosos.
La campiña romana, con sus abundantes bosques, cursos de agua, colinas y valles, constituía un arquetipo adecuado para este género pictórico cuyo éxito continuó durante todo el siglo XVIII. Así nacieron los paisajes arcádicos de Andrea Locatelli y Paolo Anesi, y los caprichos rococó de Giovan Paolo Panini y de los artistas de la Academia de Francia.
Por otro lado, la exigencia de una renovada fidelidad a la realidad, introducida por Gaspar Van Wittel a principios del XVIII maduró en la segunda mitad del siglo en obras de paisajistas suizos, ingleses, franceses y alemanes como Louis Ducros, Jacob More o Jacob Philipp Hackert. Pero si a finales del siglo XVIII la búsqueda de la autenticidad seguía contaminada por las fórmulas del paisaje clásico del siglo XVII en las que el naturalismo está filtrado y regulado por una organización armónica de los espacios, en el siglo XIX la imagen real de la ciudad y sus alrededores se impone definitivamente gracias a la aportación de artistas nórdicos como
Franz Knebel, John Newbott, Edward Lear, Arthur John Strutt o John Ruskin y, más adelante, gracias al extraordinario ejemplo legado por Ippolito Caffi de su estancia romana. La vista grabada, entendida como reproducción de determinados lugares de la ciudad de Roma topográfica, documental y exacta incluso en los detalles, se consolidó durante el siglo XVII y fue deudora de su suerte al consolidarse la nueva imagen que las realizaciones arquitectónicas de la época barroca dieron a la ciudad. Por dicho motivo, durante el XVII, el mercado del grabado dejó de trabajar para reproducir restos clásicos y se concentró en la ciudad moderna. Esto fue posible por el buen hacer de grandes grabadores que con sus obras, siempre muy solicitadas, decretaron por siglos el éxito del género. El primer de ellos, de la segunda mitad del siglo XVII, fue Giovan Battista Falda, autor del Nuovo Teatro delle fabriche ed edifici in prospettiva di Roma moderna, obra en tres libros dedicada a la divulgación de la nueva imagen de la ciudad del siglo XVII y a sus escenográficas arquitecturas. El género de la vista grabada está bien representado con las obras de sus principales intérpretes: el propio Falda; Alessandro Specchi, arquitecto y grabador continuador de la obra del primero; Giuseppe Vasi, quien a mediados del siglo XVIII constituyó un corpus de imágenes dedicadas a la reproducción analítica de todos los aspectos de la ciudad, desde los puentes sobre el Tíber, a las plazas y las iglesias, dividido en doce libros llamados Le Magnificenze di Roma Antica e Moderna. En el siglo XVIII, el panorama de las vistas grabadas se amplió y abarcó tanto la ciudad antigua y la moderna, e incluso los temas de las vistas se volvió menos rígido cuanto más variado fue el efecto final, más conseguido sobre el pictoricismo de los claroscuros que en la linealidad y la esencialidad.
Más adelante, a partir de 1960, la fotografía de vistas y monumentos tomó el relevo de la práctica del grabado y modeló sobre estos ejemplos su propio lenguaje.